La lealtad que México olvidó
Cuando la palabra era el último refugio de la dignidad
En un video viral, Pablo Escobar apunta su arma al hombre de confianza de su mayor enemigo y le advierte que su vida depende de su palabra. El mensajero, sin titubear, le responde: “Máteme; no diré ni media palabra de mi jefe”. No era un acto heroico ni un truco de cámara: era lealtad pura. Un lazo inquebrantable que incluso la muerte respetaba.
Ahora miremos a la clase política mexicana: sus promesas flotan como globos de helio, bonitas pero huecas, destinadas a reventar en el aire. En el crimen organizado, el traidor paga con su vida; en los pasillos del poder, basta un “ya veremos” para dejar a millones colgados de una ilusión.
Ser político es, más allá de filiaciones partidistas, un oficio como cualquier otro: con su propia identidad, sus reglas y sus estándares. Pero cuando ese oficio carece de empatía, se vacía de propósito y convierte a quienes lo ejercen en meros gestores de falsas esperanzas. Ese abismo moral, esa palabra sin hueso, es el verdadero talón de Aquiles del país. Hoy México camina con entusiasmo de cartón hacia un colapso anunciado. Y no se necesita un sexenio para que eso ocurra. Bastan semanas. Meses, si somos optimistas.
Tal vez el mayor patrimonio de un ser humano no esté en sus cuentas ni en sus títulos, sino en su palabra.
Porque al final, lo que no pagas con hechos, lo cobras con desprecio.