La mentira más sincera
Tu memoria no guarda hechos; conserva cicatrices y alivios
Cierra los ojos un segundo y vuelve a primaria. ¿5º A o 5º B? ¿Recuerdas tu número de lista? Escucha la campana del recreo, el gis arañando el pizarrón. ¿Cómo era tu mochila? ¿Tela gastada?, ¿cierre atorado? El corazón se acelera, esa emoción es real, el hecho, quizá no tanto. La memoria no es cronista, es cuentacuentos a tu servicio.
Porque la memoria no graba: reescribe. Cada vez que recuerdas, reescribes, tomas un pedazo de verdad, lo barnizas con emoción, le quitas las partes incómodas y lo publicas en tu mente como versión final. ¿Resultado? un recuerdo nuevo, que se siente antiguo.
Cada vez que recuerdas, le das click en guardar y borras la versión anterior, tomas fragmentos dispersos, los barnizas con tu estado de ánimo y produces un archivo que suena antiguo solo porque lleva tu voz de siempre.
Elizabeth Loftus lo demostró de manera magistral, convenció a adultos que de niños, se habían perdido en un centro comercial; no solo lo creyeron, sino también lo sintieron, describían pasillos, sentían el llanto, todo falso, con lágrimas auténticas.
Los recuerdos no solo se distorsionan, también se fabrican y duelen o se disfrutan igual que los reales. Pasa también en tu mesa familiar: dos hermanos cuentan la misma navidad como si hubieran vivido en planetas distintos.
La próxima vez que jures “me acuerdo perfecto”, piensa que quizá no es cierto, la memoria no guarda tu pasado, guarda el borrador más útil para sobrevivir el presente.
La memoria no miente por deporte, miente porque te protege. Pero cuidado: protegerte demasiado también es condenarte a repetir lo que juraste haber aprendido.
Lo único que la memoria no edita, es lo que sentiste.